Friday, August 13, 2004

 

Jardín sin flores

Creo que todo inició con una interpretación errónea de mis palabras.
Cuando entré al bar, me posé en la barra elegantemente para dejar que mi cuerpo se deleitara absorbiendo chorros y chorros de líquidos etílicos.
No me preocupaba por conocer alguna mujer, creo que los bares no son el ambiente propicio para mis amores. Pero ese día, sorprendentemente se acercó a mí una dama.
-¿Cuál es tu nombre?-
-No tiene importancia, llámame como quieras, mañana seguramente nos toparemos en el día, tú no sabrás quién soy, y por supuesto a mí no me hará sentir ni bien, ni mal.-
Se quedó un rato conmigo, conversamos, le invite una copa, dos copas, tres copas, mientras yo bebía directo de la botella de cerveza. Preguntó mi oficio, contesté: Soy liquidador.
Nunca debí emplear la palabra, pude haber dicho mensajero, cobrador, o simplemente ayudante de oficina, pero dije liquidador, creo que la palabra da estilo.
Al otro día cenamos, al otro día dormí en su alcoba, al otro día decía que estaba enamorada. A mí en realidad me importaba poco, casi nada, pero estaba buena, no era fea, era lo que mi madre llamaba una mujer con clase, de buen tipo.
Tenía una niña de unos siete años, era raro, nunca la miré como madre. Treinta y siete días viví en su casa; desayunaba All-Bran, trabajaba como liquidador hasta el medio día, tomaba algunas cervezas en cualquier fonda, luego llegaba a casa, cagaba por horas, miraba la tele, y tenía un poco de sexo antes de dormir. Todo placenteramente rutinario.
Amanda en realidad hablaba poco, no hacía preguntas sobre el trabajo, sobre mi vida de antes, o sobre las horas que no pasaba en casa. Yo tampoco preguntaba grandes cosas, de hecho el diálogo giraba sobre lo cotidiano: pasta dental, papel higiénico, alimento, y nada más. Alguna vez hubo una o dos palabras de amor.
De la hija nunca supe el nombre, simplemente la llamaba niña, miraba televisión a mi lado a diario, sin conversación, dos o tres horas recostados en el sofá, mientras Amanda cocinaba, o lavaba, o meditaba, o no hacía absolutamente nada. Era la relación perfecta. Había una mujer, una niña y un señor.
El día treinta y seis, Amanda me citó en el Emporio. Llegué a las seis de la tarde, estacioné el Falcon a una cuadra del metro Portales, entré a la cantina, miré a Amanda en la rocola, me acerqué, seleccioné a Javier Solís, le canté El Camino de la Noche, pedí dos bolas obscuras y un ron con coca.
Hablamos, hablamos, y hablamos.
Cuando dieron las dos de la mañana, estaba borracho y Amanda más hermosa.
Al otro día, amanecí a las cinco de la tarde, bebí dos modelos de lata, besé el cuello de Amanda, dejé a la niña mirando el televisor, tomé una 9 mm. de la alacena, y cumplí con la promesa. Disparé una vez, Amanda cayó al suelo, la niña siguió recostada en el sofá, tomé las llaves del Falcon, conduje por varias horas, bebí Jack Daniels, estuve con una puta, jugué al melate, compré un pollo rostizado, y después de todo, amanecí en mi antigua cama, solo.
Por lo pronto, intentaré dormir un poco más, luego me recostaré en el sofá a mirar el televisor, en la noche tal vez tendré un poco de sexo, pero mañana, no sé, quizá salga a comprar All-Bran.








Comments: Post a Comment

<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?