Monday, July 12, 2004

 

Michigan Boulevard

Por las mañanas, el asesino serial vende cuchillos de puerta en puerta. Por las mañanas, la mujer intenta dormir desesperadamente. Cuando el asesino vende, usa un traje de poliéster azul y una corbata roja. Cuando ella duerme, sus ojos se mueven rápidamente. A veces, esos ojos, debajo de sus párpados pintados de púrpura, parecen dos bolas de billar que se golpean luego de un tiro muy sencillo, el tiro final de un juego en el que un joven recluso apuesta el dedo meñique y lo pierde.
El asesino se ha arreglado más de treinta veces la corbata. Hasta que logre ponerla justo en el centro de su cuello, después de unos cuarenta movimientos, podrá tocar en la siguiente puerta.
Otras veces, los ojos de la mujer parecen un par de ratas blancas que mastican despacio, dentro del cajón de una cómoda, una foto en blanco y negro de un militar que apenas sonríe frente a un portaaviones, un militar que la mujer recuerda todos los días cuando reza recargada sobre esa cómoda.
El asesino siente de nuevo que sus brazos le pertenecen a otro hombre y suelta el portafolio, luego de algunos minutos de sudor frío y de varios rasguños involuntarios, recupera el control de sus extremidades, recoge el portafolio y sigue su camino.
Los ojos de ella también parecen los cascos de unos soldados que avanzan con sigilo entre las trincheras hasta que uno de ellos es descubierto por el enemigo (unos días más tarde, en el lugar sólo se encuentran un casco partido, una bota y una escopeta con una inscripción grabada en la cuchilla).
Trece muertos, ese es el número de víctimas del asesino. Para la mujer tan sólo es una cifra y una palabra que escucha en el noticiero de las seis mientras se maquilla la cara y el cuerpo. El asesino, a diferencia de ella, sabe que trece muertos pueden ser toda una vida, que pueden ser el eco de un pelotón de voces en su cabeza, un pelotón, cuyos miembros, una vez terminada la guerra, han decidido atacarse entre ellos mismos. La mujer no entiende nada de la muerte, ella piensa que su soldado sigue vivo en alguna isla lejana del oriente y que ahora ya es Coronel. Trece muertos, justo el número de prisioneros que murieron fusilados en un campamento enemigo, uno de ellos apretó hasta el final, con los cuatro dedos de su mano, la pulsera dorada de una prostituta del Michigan Boulevard.
El asesino tocó dos, tres, cuatro veces. Antes de la quinta la mujer le abrió. Ella tiene cincuenta y cinco años, cuando sonríe, la boca se le inclina un poco a la derecha. Sin excepción, antes de abrir la puerta se persigna. Él tiene cuarenta y seis años, cuando dice a las personas que los cuchillos son capaces de cortar fácilmente una lata de aluminio, no puede sino bajar la mirada. Le tiene pánico al crecimiento de su barba y siempre se está tocando la cara para asegurarse de que el vello no haya salido de forma inesperada. Ambos se miran, ella sonríe, él le da la mano y le muestra su tarjeta.
El asesino pudo atacarla en ese momento, pero no lo hizo, ella pudo ofrecerle su cuerpo a cambio de cien dólares, pero no lo hizo. Ambos esperaron hasta la madrugada, cuando él tocó a la puerta de nuevo y le dio a la mujer un billete muy arrugado. El asesino la atravesó cuando ella terminaba de quitarse la ropa, pero no usó ninguno de los cuchillos que vende por las mañanas, porque sabía que cualquiera de ellos se rompería al chocar con un hueso, esta vez utilizó una cuchilla que arrancó de una escopeta comprada en un bazar del ejército, una cuchilla en la que estaba escrito: Estela.
La mujer no murió aquella noche. El asesino fue capturado y esperó durante cuatro años en una cárcel del Estado su sentencia. Ella vivió ese tiempo junto a cuarenta gatos, veinticinco de los cuales se llaman Coronel Peterson. El asesino fue condenado a la silla eléctrica sin posibilidad de cadena perpetua, a la mujer le detectaron Alzheimer y fue condenada a una mecedora de madera frente a la entrada de su casa.
Mientras el asesino moría, sus ojos se movieron como los ojos de una vieja prostituta que se convulsiona en su mecedora por última vez, y entiende por fin que el amor de su vida ya nunca volverá.

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